viernes, 31 de agosto de 2007

CAFÉ

Ya estaba allí. Sin compañía. Ya iba siendo hora de aprender a disfrutar sin nadie al lado. Pero aquello no era ni como lo recordaba ni como lo esperaba.

Su estado de ánimo.
No era ni bueno ni malo. Era aburrimiento. Era energía. Era malestar. Era libertad. Era decepción. No quería estar sola, no quería ver a nadie. Quería no hacer nada, quería hacerlo todo. Se guiaba por impulsos sin saber si era lo que le apetecía. Así había llegado allí.

La cafetería.
Realmente decepcionante, pero lo era más el que no le importara. Siendo niña (cuando se soñaba de mayor, cuando se veía volar, cuando era curiosa) le pareció el sitio más bohemio del mundo, el lugar donde irían sus artistas preferidos si vivieran en su ciudad. De menos niña conoció otros lugares, bares de intelectuales, antros de maldición inspiradora, bufetes de bebidas literarias, museos del diseño con excelente café. Sin embargo siempre acababa yendo a esa cafetería en las raras ocasiones en que volvían sus sueños y siempre acababa frustrada. Ruidosa y luminosa, llena de familias felices, de amigos solucionando sus vidas o el mundo, de parejas leyendo revistas y periódicos elogiados por la élite erudita, de solitarios buscando el mejor sabor a tiramisú de aquella capital de provincias.

El tiramisú.
Su primer antojo había sido tarta de chocolate. Pero el Apolo de los postres había deleitado demasiado paladares aquel día. Sus papilas gustativas debieron conformarse con Afrodita y Dionisos, un tiramisú de sensual cremosidad y un whisky con café. Saciadas pero no acalladas. No era el único instinto rebelde. Sus músculos ansiaban la comodidad del adormecimiento, su piel el frescor tras la ducha, sus labios la adrenalina de la risa. Ella se imponía la disciplina del trabajo mental incómodo y gratificante, la atención al ansia olvidada, la mirada a lo satisfactorio, el aspecto de la lucha.

Su aspecto.
Vaqueros nada favorecedores, camiseta de limpiar, pelo sin peinar, cara de domingo y sensación de suciedad. No llevaba su uniforme negro de recorrer interiores adormecidos, no mostraba el maquillaje que la prevenía de conversaciones y no lucía el despeinado de la concentración.

Su rival.
El libro admirado, el autor idolatrado, la edición más valorada. Y no conseguía disfrutarlo. Sus manos luchaban por unir sus hojas, sus ojos huían a otros paisajes, sus labios se fruncían, en su ceño aparecían arrugas, sus pies saltaban hacia la puerta. Su mente estaba atrapada en cada letra, espacio y signo de puntuación sin lograr ver en ellos un todo coherente. Por mucho que el libro se negara a ser leído ella iba a hacerlo. Su interior se revelaba. Su propósito de huir de ella no se encontraba cómodo usando aquel objeto de culto como una herramienta para la insípida paz interior. Buscaba otros planes de huida, otras estrategias menos ofensivas para aquel fin tan superficial.

El cambio.
Todo lo que quería evitar ocurrió. Su aislamiento se vio interrumpido por una petición banal de una desconocida. Su imagen desapercibida llamó a las miradas de personas aburridas de la discusión en la que intervenían. Su mente y su cuerpo se centraron en el libro. Y la sonrisa inconsciente le hizo concienciarse de que toda su frustración había desaparecido y su esfuerzo dejaba de tener sentido al convertirse en placer.

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