jueves, 13 de diciembre de 2007

Al salir de clase

Cuando se quiso dar cuenta, era otra vez otoño. La estación de los comienzos, de la acción, de los nervios. Estaba tan ilusionada como los padres con los scalextrics de sus hijos. Todo volvía a ser nuevo, el olor de los libros, la dentera que le producía forrarlos, el sonido de los bolígrafos al guardarlos en su nuevo estuche, el tacto blanco y azul de los cuadernos.

Hacía una semana que había comentado con Susana las cambios de este curso: ampliación de la biblioteca, horarios más flexibles, tutores desconocidos, materias más densas y atractivas y ¡Manu volvía a estar en su clase!

Tenía abrigo que estrenar, la peluquera por fin había acertado con el corte, su perfume seguía sin pasar de moda.

Insomnio. Ese insomnio inquieto, sonriente, juguetón, que deshoja las horas alternando la esperanza y el miedo.

Sobre su escritorio varias listas para empezar el curso con las ideas claras. Acabarlo igual ya sería otra cosa.

Y llegó el día. Susana y ella quedaron en la cafetería desde la que se veía la puerta. Tras piropearse volvieron a repasar los detalles del año anterior, desmenuzándolos bajo la luz del que les esperaba. Apenas acabaron los cafés, sus piernas las dirigieron al aula. Los mismos pupitres en distinta habitación. Se sentaron juntas, mirando a los nuevos compañeros y saludando a los viejos. Todos mostraban excitación en sus mejillas y ansias en sus ojos.

Se presentaron los profesores acompañados de sus materias, bibliografías, recomendaciones y evaluaciones. La cafetería hervía de reencuentros. Se programó la primera cena de curso. Tras las clases se tomarían unas cervezas para organizarla en condiciones. ¡Manu se había apuntado!

Allí estaba, con la cerveza en la mano, pidiéndole fuego a Manu, atisbando la sonrisa de Susana, cuando sonó el móvil.

- “Me tengo que ir, chicos, lo siento. Esta noche me toca hacer de canguro y se me había olvidado”
- “Pero vienes a la cena, ¿no?”
- “Por supuesto, el viernes no me comprometo con nadie”


La casa la entristeció. Tuvo que recordar que los niños también la hacían sonreír.

Ding-dong.

- “Vaya, venís helados” – saludó. – “Tenéis rosquillas en la mesa de la cocina.”
- “Mamá, ¿te habías olvidado que hoy tenía cena con las amigas del colegio? ¡No puedo estar siempre detrás de ti!”
- “Lo siento hija, estábamos tomando algo después de clase y se me fue el santo al cielo.”
- “¡Clase, clase! A veces te olvidas de que tienes sesenta años y responsabilidades más acordes con tu edad.”
- “Tienes razón, hija. Por cierto, el viernes tengo partida de cartas en casa de Susana, así que no podré cuidar a Juan y a Pablo.”
- “Tranquila, mi suegra se ha empeñado en hacerlo ella.”

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué curioso!!!!

Cuando somos pequeños, siempre queremos crecer. Primero es ser los mayores del cole, luego, al llegar al instituto, queremos ir a la universidad y poder comprar alcohol en el súper sin temor a que te pidan en DNI. y, en caso que te lo pidan, lucirlo orgullosa con una sonrisita que ahora nos resulta entre ridícula y melancólica.

Y cuando somos supuestamente mayores, queremos ser jóvenes. Paradojas de la vida, contradicciones de la jazz.

Genial nena y lo pillé a la primera, jajajaja!!!

Besotes

CCD dijo...

¡Ey, muy bueno!

Es un poco como mis adolescentes de mediana edad, pero el pasito más allá. Está muy bien, en serio.

A todo esto, gracias por pasarte por odiolitolandia. Espero postear de nuevo dentro de poco.

¡Un abracete!

Virginia dijo...

Qué chulo! aquí dejo la muestra de que te he leido. Para que publiques más en el torrego!
Besos