miércoles, 21 de julio de 2010

Como en las mejores familias.

Pasa en las mejores familias. También en aquellas unidas por lazos más fuertes que la sangre.
Un día el primo con el que compartiste carreras, heridas e infancia crece y sólo sabe hablar de economía. Aquella tía que siempre te escuchaba y que te consolaba cuando llorabas tiene unos hijos que cuidar, un pan que ganarse y le faltan preguntas y miradas. Tú abuela tiene otros nietos preferidos y ya no cocina aquellos postres que sin saber por qué os hacían reír a todos. Los hijos pródigos han vuelto, ocupan más sitio y son los únicos que siguen abrazando. Faltan aquellos que se han convertido en tabú, pero el hueco de sus fotografías sigue visible en la pared.
Mamá es hermana de, hija de, mujer de, amiga de. Y nosotros somos los hijos de, los amigos de, los primos de. Los nombres desaparecen. Los apellidos se mezclan. Las rutinas cambian. Las penas se silencian. Las alegrías dejan de compartirse.
Ya no es nuestra familia, es una familia más, con sus habas cocidas, sus riñas, sus cariños, sus niños y sus carantoñas, pero una familia más, si mañana caemos en otra apenas notaremos la diferencia.
Hay quien en ese momento decide formar una familia que décadas después sufrirá el mismo tipo de descomposición, de única a común. Pero la ilusión del principio no deja verlo.
Hay quien se rinde. Quien se da cuenta que todo es un círculo vicioso, que cada familia está condenada a ser una más, igual que todos lo somos. Todos tan especiales que no nos distinguimos. Comunes. Habituales. Familiares.

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